Sobre la salida a la crisis sanitaria y la necesidad de una transición socioecológica

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Sin duda la crisis sanitaria global en la que estamos inmersos dará origen a una serie de reflexiones desde las más diversas disciplinas sobre los desafíos que enfrentará nuestra sociedad en el futuro. Si algo debemos tener claro es que muchas cosas no volverán a ser lo mismo, para bien o para mal.  Aunque una emergencia global como la del COVID-19 no va a significar por sí misma el colapso del sistema capitalista, si puede ser el punto desencadenante de una crisis multifactorial que se venía configurando desde antes, donde la crisis climática juega un rol central, y que puede significar un verdadero cambio civilizatorio. Algo que la crisis actual ha puesto de manifiesto es la importancia de lo público, de una institucionalidad que trabaja en función del bien común, en contraste, lo cruel que puede resultar en momentos como el actual un modelo que persigue la satisfacción de las necesidades individualmente sin derechos sociales garantizados.

Sin embargo, ha sido justamente en momentos de crisis y desastres, naturales o creados, donde se han forjado los mayores procesos de profundización neoliberal. Por lo tanto, es un voluntarismo creer que el impacto causado por la crisis del COVID-19 producirá necesariamente un cambio en quienes ostentan el poder político y económico en cuanto a ceder sus privilegios en beneficio de un modelo societario más igualitario y sustentable.

Por el contrario, bajo el argumento de superar la crisis económica global causada por el COVID-19, anunciada como la más profunda desde casi un siglo, es posible que muchos gobiernos, ya sea con respaldo ciudadano o mediante autoritarismos, impulsen reducciones de derechos sociales, laborales y libertades individuales. También es posible imaginar que bajo el discurso de retomar la senda del crecimiento económico, los gobiernos decidan, una vez más, sacrificar el medioambiente con la consiguiente afectación de territorios y comunidades. El gran problema de esto último, es que esta vez no hay margen. El mayor desafío que enfrenta la humanidad hoy es la crisis climática, cuyas consecuencias durante los próximos años serán muy nocivas, y si no somos capaces de actuar ahora, simplemente se nos aproxima una crisis humanitaria de proporciones catastróficas.

COVID-19 y la crisis climática

Mucho se ha destacado que la pandemia del COVID-19 ha dado un respiro al planeta y por lo tanto a la lucha contra el cambio climático. Como el BID lo ha señalado, el COVID-19 también se ha transformado en un “experimento en tiempo real sin precedentes que se encuentra en marcha en todo el mundo”. En el caso de la crisis climática, esta crisis sanitaria nos permite ver la magnitud del tremendo desafío que como humanidad tenemos por delante. De acuerdo a agencias especializadas, las emisiones  de gases efecto invernadero (GEI) para el año 2020 caerán entre un 5.5 y 5.7 % debido a la pandemia.  Sin embargo, esta reducción posee dos inconvenientes, es insuficiente, y es transitoria. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) ha señalado que un camino para reducir los GEI más allá de un 1.5 grados centígrados requiere una caída de las emisiones de alrededor de un 50% hasta el 2030, comparado con los niveles de 2010, y alcanzar la carbono neutralidad para 2050. Como fue explicado en una columna anterior, aún logrando limitar el alza del 1,5 ºC según la ONU el cambio climático ocasionará el ingreso a la pobreza de 120 millones de personas al 2030. Sin embargo, lograr reducir el alza de la temperatura global a 1.5º en vez de 2º salvaría a 40 millones de personas del hambre y a 270 millones de sufrir de escasez hídrica.

La crisis del COVID-19 nos recuerda una vez más la urgencia de una transición energética. La contaminación del aire proveniente de la quema de combustibles fósiles, origina anualmente cerca de nueve millones de muertes en el mundo.  Esta situación se ve agravada en el contexto actual. Un reciente estudio de la Universidad de Harvard concluye que los pacientes con COVID-19 viviendo en áreas de los Estados Unidos con altos niveles de contaminación del aire antes de la pandemia, tienen más probabilidad de morir por la infección que los pacientes en áreas del país con aire más limpio.

Por otra parte, la crisis sanitaria ha profundizado la baja en los precios del petróleo debido a la disminución en la demanda global. Esto es una mala noticia para el proceso de transición energética y la necesaria desfosilización, justamente en un año que, de acuerdo a IRENA,  marcaría el punto de inflexión en que las tecnologías de energía solar fotovoltaica y eólica en tierra (onshore) son más competitivas que cualquier tecnología fósil para generación eléctrica. Sin embargo, la otra cara de la moneda es que los bajos precios del petróleo también son un gran golpe para la extracción de petróleo no convencional mediante fractura hidráulica o fracking (técnica que genera un gran impacto socioambiental), que por sus altos costos de producción no resultan competitivos. Esto posee importantes implicancias geopolíticas, toda vez que el fracking le permitió a EEUU posicionarse durante los últimos años como el mayor productor de petróleo en el mundo.

Por estas razones, no parece exagerado afirmar que la forma en que encontremos una salida a la crisis sanitaria y económica generada por el COVID-19 resulta clave para el futuro de la humanidad. Si la salida es sólo a través del descubrimiento de la vacuna y la recuperación económica se forja sobre las mismas bases del modelo productivo actual, que no quepa duda que más temprano que tarde volveremos a estar enfrentados a una nueva crisis sanitaria. Y peor aún, nos alejaremos aún más de lograr mitigar las emisiones de gases efecto invernadero que nos permitan disminuir los efectos de la crisis humanitaria causados por la emergencia climática en curso.

Por lo tanto, esta crisis sanitaria nos debe impulsar a impugnar con mayor fuerza un modelo que ha comodificado casi todos los aspectos de nuestras vidas. Para esto resulta necesario reabrir el debate sobre el rol de lo público y entenderlo, en términos de Arendt, como un concepto dinámico que no se limita solamente a lo estatal. En cuanto a la transición energética necesaria para hacer frente a la crisis climática, el debate sobre el carácter público de la energía, nos debe impulsar a impugnar el rol de meros clientes otorgado a la ciudadanía. La ciudadanía ha sido despojada de los procesos de toma de decisiones sobre dónde, cómo, cuándo, cuánta energía requieren las distintas comunidades y territorios y sobre quienes pueden generarla y gestionarla. Por eso es importante comprender que cuando hablamos de transición energética no nos referimos sólo al cambio de fuentes fósiles a renovables, sino a cómo vamos a recorrer ese camino. En palabras de Víctor Toledo, actual Secretario de Medioambiente y Recursos Naturales de México, “Una cosa es transitarla bajo el modelo privado/estatal basado en empresas del Estado y corporaciones privadas, lo cual refuerza el control centralizado y vertical, y otra es la vía estatal/societaria donde el “switch energético” va quedando en manos de la sociedad y sus redes: manejo de energía so­lar, eólica e hidraúlica a pequeña escala y con dispositivos accesibles y baratos para hogares, manzanas, edificios, barrios, comunidades, municipios. Eso se llama democracia energética”.

Sólo una salida a la crisis sanitaria actual que considere una transición energética democrática nos permitirá hacer frente de mejor manera al desafío mayor que representa en la actualidad la crisis climática. Cualquier otro camino, tal como recuperación económica sacrificando el medioambiente o incluso otras propuestas surgidas desde el capitalismo verde, no podrán evitar crisis sanitarias futuras y sólo agravarán la crisis humanitaria originada por la emergencia climática.